Familias cargadas con bártulos de playa, olor a crema solar, olor a verano. Turistas con cámaras colgadas al cuello y un hombre, sentado frente a nosotros que parecía un personaje sacado de una película de nazis. La voz femenina de la estación, anunciando nuestra salida. Ese trayecto desde la estación lisboeta de Cais do Sodré a Cascais es considerado como uno de los mejores viajes costeros de Portugal.
En poco tiempo, comenzamos a avanzar de forma paralela a la costa. Pequeñas playas y calas repletas de sombrillas multicolores en las que iban bajando parte de los pasajeros. El murmullo de voces era incesante, y la mayoría eran voces de excitación.
Belém, Algés, Cruz Quebrada, Caxias, Paço de Arcos, Carcavelos, Parede, Estoril y, finalmente, Cascais.
Una vez dejamos la estación y caminamos hacia el centro, Cascais es como cualquier otro pueblo turístico marítimo. Calles empedradas con mosaicos azules y blancos, tiendas a ambos lados de sus calles, exposiciones pequeñas y restaurantes que esperaban con calma la hora de la comida para tener un poco de actividad. Pero sus mansiones y apartamentos a primera línea de la costa, hablan del precio de la zona y de que Cascais es donde los lisboetas más afluentes tienen sus casas de verano.
Caminando llegamos a la Praia de Rainha, la Playa de la Reina, protegida por una ensenada. Después, el centro cultural, un antiguo convento carmelita frente al cual ese día habían tres pasos con santos preparados para la procesión de las Fiestas del Mar. Mucha gente en la calle. Frente al centro, un grupo de niñas vestidas con trajes de boyscouts y una banda de música. La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción tenía su interior cubierto por azulejos blancos y azules, en algún sitio ponía que son anteriores al terremoto de 1755.
Comimos en la Marisquería Camões, no parecía llena de turistas y eran varias las familias portuguesas que estaban en el interior. Eso, nos inspiró confianza. Pero nos equivocamos. A pesar de que el restaurante no estaba lleno, el servicio fue más que lento y sus camareros un tanto maleducados. La comida tampoco mereció la pena: una ensalada de pulpo diminuta a seis euros, una dorada un tanto seca y unos calamares en mi Espetada que parecían recalentados del día anterior.
Un tanto decepcionados nos dirigimos hacia la ciudadela, que fue utilizada por los reyes portugueses como residencia de verano hasta que se marcharon al exilio. Allí, rodeándola, se encuentra también el puerto deportivo. Un poco más allá, siguiendo el borde de la costa, el Faro de Santa Marta. El brillo cegador del sol sobre los bloques de mármol nos cegaba y no nos dejaba abrir los ojos. En su interior, había una exposición sobre faros antiguos y sobre los faros más importantes de la costa portuguesa, acompañándolo todo con mapas y alguna que otra cita literaria.
Faros distantes,
de luz súbitamente tan encendida,
de noche y ausencia tan rápidamente pasada,
en la noche, en cubierta, ¡qué consecuencias afligidas!
última tristeza de los despedidos,
ficción de pensar…
El paseo bordeando la costa continuaba aún después del faro. Muchos carteles señalaban la llamada Boca del Infierno, una cavidad rocosa creada por la erosión de mar. Pero la Boca del Infierno, por alguna que otra historia relacionada con ella, creo que se merece una entrada para ella sola.
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