El mar. La mar. El mar. Me encanta el mar. No la playa. Simplemente el mar. El agua. Las olas. La arena mojada al caminar por dentro, que hace que te hundas y te cubras de algo escurridizo que pesa pero que a la vez es efímero, casi imposible de aprehender. Me gusta la sal, la sensación de vida que deja impresa en tu cuerpo, en la boca, cuando las gotas chorrean por tu frente, por la nariz y van a parar a cualquier hueco que van encontrando mientras descienden y hacen caso a la ley de la gravedad.
Me gusta flotar, levantar las piernas y estirar el cuerpo sobre la superficie ondulante como si yaciese sobre un algo más seguro que el agua que fluye, todo mi cuerpo de cara al sol, a las nubes que corren despacio o con prisa por arriba, que te hacen brillar o te ensombrecen como por arte del azar. Me gusta hacer el muerto y estar atenta a las olas que vienen o ya se van, me gusta el Mediterráneo que es el mar en el que me bañé por primera vez, en el que aprendí mi idea de lo que es el mar. Me gusta flotar porque en ese momento nada parece existir más que el agua, el cielo y tú entre medio de las dos cosas, y eso, sólo eso, debería ser la vida, fluir entre la tierra y el cielo, dejarse llevar.
Si tuviese que decir una cosa que echo de menos en Londres, otra cosa que las personas porque eso es demasiado evidente, esa cosa sería el mar, sin más. No la comida, no los horarios, no la luz, si no el mar que avisa de su presencia ya desde lejos como si te quisiese tentar con la anticipación. Quizás porque es, en el agua, en el único lugar en el que me dejo ir, en el que floto y dejo que todo fluya, en el que puedo olvidarme de mí misma, de lo que yo quiero, de lo que voy a hacer después, de lo que sueño, de lo que quiero huir,… En el que me olvido de la autocrítica, de esa voz que parece estar siempre empujándome y que, a fuerza de insistir, de gritar, me agota.
Durante estas últimas vacaciones en el mar y en los lugares familiares de siempre, perdí el vuelo de vuelta, llegué a una hora que no era la hora, entré en el aeropuerto justo en el momento en el que probablemente despegaba el vuelo en el que debí haber estado. No me había pasado nunca, no me había equivocado nunca de horarios, de billetes, de lugares, oía las anécdotas que me contaba la gente como algo imposible para mí porque puedo llegar a ser tan compulsiva, tan obsesiva, tan odiosamente perfeccionista, tan calculadora, tan llena de miedo a perder el control que a veces reduzco las posibilidades de equivocarme para evitar sentirme perdida.
Pero, en realidad, perder ese vuelo no fue algo malo. Me sentí perdida, sí, en casa de mis padres cuando había organizado todas mis rutinas en otro lugar, presente en un lugar mientras psicológicamente ya me había preparado para otro, pero me regaló varios días más con la gente con la que tengo la oportunidad de estar menos de lo que me gustaría y me olvidé de la frustración, del dinero, de todo lo demás que no fuese fluir, vivir los días, las horas, los minutos y los segundos de esos días de más que me habían sido concedidos.
Floté y me dejé arrastrar por la fuerza del mar y, como a veces cuando en esa playa en la que me he bañado toda mi vida, en la que la corriente te lleva hacia el sur y la puedes sentir casi imperceptible pero aun así presente, me dejé llevar.
A veces ese dejarme llevar me marea pero sé que fluir y relajarme, centrarme en el momento y no en el más allá, es la única manera de poder disfrutar de verdad de las cosas, de que lleguen sorpresas que te dejen sin habla, de que las palabras fluyan y callen al censor, de vivir de una manera en la que no me empeñe constantemente en luchar contra la fuerza del mar.
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